Vivimos un momento fascinante para quienes, como yo, hemos dedicado buena parte de nuestra trayectoria profesional a observar, impulsar y, en la medida de lo posible, anticipar la evolución del sistema financiero. En concreto, el ámbito de los pagos está atravesando una transformación tan acelerada como profunda, impulsada por una confluencia de factores que, actuando…
Vivimos un momento fascinante para quienes, como yo, hemos dedicado buena parte de nuestra trayectoria profesional a observar, impulsar y, en la medida de lo posible, anticipar la evolución del sistema financiero. En concreto, el ámbito de los pagos está atravesando una transformación tan acelerada como profunda, impulsada por una confluencia de factores que, actuando en paralelo, están redefiniendo los cimientos mismos sobre los que se ha construido la experiencia financiera de ciudadanos y empresas.
Este cambio se contempla con una mezcla de entusiasmo, vigilancia y, por qué no decirlo, cierta preocupación. Porque si bien es cierto que la digitalización de los pagos representa una oportunidad histórica para aumentar la eficiencia, democratizar el acceso, reforzar la transparencia y fomentar la innovación, también lo es que existen riesgos no menores si no se garantizan unas reglas de juego equilibradas, inclusivas y que no castiguen al actor más ágil, sino al que rehúsa adaptarse.
La inmediatez se ha convertido en el nuevo estándar. El impulso decidido de los pagos instantáneos en Europa, con el objetivo de hacer posible transferencias en menos de diez segundos, está llamado a dinamizar las relaciones económicas y a situar a los proveedores de servicios de pago ante un desafío ineludible: responder con infraestructuras modernas, interoperables y abiertas a una demanda ciudadana que ya no distingue entre lo físico y lo digital, ni entre lo local y lo global. Sin embargo, esta revolución no puede ni debe plantearse desde la exclusión. Garantizar que todos los actores, independientemente de su tamaño o su modelo de negocio, tengan acceso justo a estas nuevas infraestructuras es una condición imprescindible para que la competitividad no se vea sustituida por una nueva forma de concentración encubierta.
En paralelo, asistimos al tránsito del open banking hacia un modelo más ambicioso: el open finance. La promesa de un ecosistema en el que los datos financieros fluyan, siempre con el consentimiento del usuario, entre entidades, plataformas y servicios, abre la puerta a una era de personalización financiera sin precedentes. No obstante, para que esta promesa no se diluya entre tecnicismos regulatorios o intereses corporativos, será necesario garantizar una implementación real y eficaz de las normativas europeas que la sostienen, como PSD3/PSR y el Reglamento sobre datos financieros (FIDA). Solo así podremos asegurarnos de que esta apertura redunda en más opciones, mejor servicio y mayor control para el usuario final.
No podemos hablar del futuro de los pagos sin detenernos en uno de sus flancos más sensibles: la ciberseguridad. A medida que ganamos eficiencia, velocidad y escalabilidad, también se multiplican los vectores de riesgo. El Reglamento DORA y otras iniciativas regulatorias en el ámbito de la resiliencia digital suponen un paso en la buena dirección, pero debemos reconocer que no bastará con cumplir normativas. La inversión constante en tecnologías de detección de fraudes, la cooperación estrecha entre entidades y proveedores tecnológicos, y la cultura de la prevención serán los únicos antídotos eficaces contra amenazas que, por su propia naturaleza, evolucionan más deprisa que los marcos legales que intentan contenerlas. No obstante, para combatir efectivamente al fraude es necesario involucrar a actores fuera del sector financiero, ya que buena parte del origen del fraude se debe a la falta de identificación adecuada de los clientes de redes sociales, y aplicaciones de emails y mensajería. También es necesario que las empresas que alojan páginas fraudulentas se responsabilicen de identificar adecuadamente a sus clientes.
Y luego está la inteligencia artificial. Esa palabra mágica que parece tener cabida en todos los debates y que, sin embargo, empieza a mostrar una madurez operativa real en el ámbito de los pagos. La IA, especialmente cuando se combina con el análisis de datos masivos, está demostrando su capacidad para detectar anomalías, automatizar procesos y ofrecer experiencias de usuario radicalmente diferentes. Pero su uso masivo también plantea preguntas legítimas: ¿qué límites éticos deben establecerse?, ¿cómo garantizamos que la toma de decisiones no se deshumanice?, ¿dónde queda la responsabilidad cuando un algoritmo se equivoca?
Por último, pero no por ello menos relevante, me gustaría detenerme brevemente en una cuestión que, en mi opinión, debería preocuparnos más de lo que se percibe en el debate público: el euro digital. No me cabe duda de que el proyecto impulsado por el Banco Central Europeo parte de buenas intenciones: reforzar la soberanía monetaria, modernizar el efectivo, facilitar la inclusión financiera, pero tampoco podemos ignorar que su diseño actual suscita inquietudes legítimas. El riesgo de desintermediación bancaria, la posible paralización de la innovación privada, la incertidumbre sobre la privacidad del usuario, o la dificultad de explicar a los ciudadanos la diferencia entre un euro digital y el euro que los ciudadanos guardan en bancos comerciales, entidades de dinero electrónico o de pago, que no dejan de ser también euros “digitales”, no son detalles menores, sino aspectos estructurales que pueden alterar el equilibrio competitivo y la confianza del ciudadano en el sistema.
España tiene una oportunidad histórica para situarse en la vanguardia de la nueva economía de pagos. Pero, para lograrlo, necesitamos una regulación clara y proporcionada, infraestructuras abiertas y robustas, y una colaboración público-privada que no se limite al papel, sino que se traduzca en decisiones valientes, informadas y orientadas al largo plazo. Porque el futuro de los pagos no será únicamente una cuestión tecnológica. Será, sobre todo, una cuestión de visión.